'La montaña mágica' de Robert Juan-Cantavella
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El autor se estrena en Anagrama con 'Y el cielo era una bestia', una oda al romanticismo científico
Como un mago con una chistera vacía, Sigurd Mutt llega al balneario
decidido a poner en orden sus ideas respecto a un buen puñado de cosas.
O, más bien, siguiendo la pista de alguien que pretende que encuentre (o
descifre) algo. Algo que tiene que ver con un libro puzzle que escribió hace años
y que podría contener claves criptozoológicas. No es el 'Necronomicón'
lovecraftiano pero tiene un título igualmente inquietante: 'Tras
Columbkill'. La cuarta novela de Robert Juan-Cantavella, 'Y el cielo era
una bestia' (Anagrama), es un tratado de defensa de la imaginación y de
la ciencia, en su concepción primigenia y, por lo tanto, romántica, una
oda al monstruo, al monstruo entendido como lo inexplicable, y a todos
aquellos que alguna vez han intentado darle caza aún y sospechando que
lo más probable es que estuvieran persiguiendo algo que, en realidad, no
existe ni existió jamás.
En la ficción, un enorme edificio que, en este caso, rinde también culto a la literatura del XIX y sus paraísos, en concreto, a uno muy especial, al que construyó Thomas Mann
en 'La montaña mágica', el balneario centroeuropeo al que aquellos que
podían permitírselo, iban, a escapar del mundo, durante tanto tiempo
como les fuera posible. "Es como un lugar fuera del tiempo. En la novela
se habla de Arriba y Abajo. Arriba es el balneario, ese lugar fuera del
tiempo, y Abajo es el pueblo, la realidad", confiesa Robert, ante un
vaso de agua con gas. "De 'La montaña mágica' también he tomado la idea de la comunidad.
Por más que el protagonista evite forma parte de ella, la comunidad le
va absorbiendo e inevitablemente acaba formando parte de ella. No puede
escapar. Algo parecido le ocurre a Mutt", añade.
Mutt, a quien describe como un perdedor, "un personaje vencido", que
llega a Vor (así se llama el pueblo), "abatido y sin fuerzas", pero que
una vez allí, empieza a cambiar. Al respecto, como viene siendo habitual
en la prosa de Juan-Cantavella, los límites entre realidad y ficción no están en absoluto claros.
Los personajes reales se mezclan con los ficticios, y estos, a su vez,
se vuelven reales. "Me gusta partir de lo real, la verdad es que no sé
por qué, pero me gusta. Partir de la realidad para después cambiarla. Es
como si necesitara una materia prima que traicionar", asegura. El
lector no debe fiarse, porque incluso cuando escribe sobre José
Echegaray, el primer Nobel de la literatura española, mezcla su vida con
la de Benito Pérez Galdós. "No lo puedo evitar", dice. "Es como si
tuviera que conseguir barro para después poder trabajar con él a mi
antojo", considera.
Una ciencia muerta
¿Le fascina especialmente la criptozoología? Porque sus protagonistas
formaron parte en su momento de una especie de grupo que se hacían
llamar los Zoólogos Furiosos, y lo de furiosos tenía que ver con el
hecho de que ninguno de ellos quería aceptar la norma que dice que si no
se encuentra una prueba física de la existencia de cierto ser (su
cadáver, sus huesos, cualquier cosa), ese ser no existe. "La
criptozoología tiene 50 años como disciplina científica, se está creando
aún, inventando su propio lenguaje, que conjuga con la fe. En ese
sentido, participa de los protocolos de la ciencia del siglo XIX, cuando
aún todo era posible. A Conrad le fascinaban las partes en blanco de
los mapas, las que aún entonces no había explorado el ser humano,
lugares en los que se podía escapar del mundo. En el siglo XIX, los
científicos tenían estos espacios en blanco. Hoy ya no. De ahí que me fascine la criptozoología. Como ciencia, está muerta. Ha muerto cuando aún se estaba desarrollando", relata.
En ese sentido, quiere dejar claro que lo que le interesan son "los
buscadores", tipos como el propio Mutt y sus maestros, el zoólogo sueco
Bengt Sjögren, y Bernard Heuvelmans, cuya vida cambió en algún momento
de 1948, cuando leyó un artículo en el 'Saturday Evening Post' titulado
'Podría haber dinosaurios', no los monstruos. "Los criptozoólogos,
además, son especialmente ilusos, tienen una ilusión tremenda y en
muchos casos no tienen las herramientas adecuadas ni saben cómo hacer
las búsquedas. Pero les mueve la pasión por lo desconocido. Puesto que no tienen un lenguaje propio, que aún se está creando, utilizan el de la mitología y
el de la literatura, y eso les hace aún más cercanos. Porque si hubo un
momento en el que entendimos a los científicos, ese momento ya ha
pasado. Todo es demasiado técnico en la ciencia.
Cada disciplina tiene su propio lenguaje y está muy lejos de
cualquier cosa que pudiéramos entender", apunta el escritor, que
considera que ésta es la novela "más de misterio" que ha escrito jamás.
Tiene en común con sus anteriores creaciones, además de la mezcla
ineludible de realidad y ficción, el concepto de mundo cerrado. "Me
gusta crear mundos cerrados que me permitan controlarlo todo. Un mundo
cerrado que siempre está en contraposición, como enfrentado, a otro",
confiesa. Y luego está el reto de escribir siempre algo diferente.
Incluso hacerlo de forma diferente. "En este caso quería que la
narración tuviera algo de decimonónica. La siguiente no tendrá nada que
ver. Voy a evitar las disgresiones. Voy a intentar ir al grano", concluye.
Y el cielo era una bestia
Robert Juan-Cantavella
Anagrama, Barcelona, 2014