7.11.14

El Cultural (El Mundo), Nadal Suau (Y el cielo era una bestia)



La naturalidad nada histriónica con la que Robert Juan­Cantavella (Almassora, 1976) va embutiendo cosas inverosímiles y en pura lógica incompatibles en su última novela, Y el cielo era una bestia, resulta una lección acerca de la naturaleza de la novela y sus posibilidades. Entre esas posibilidades está la de dar esa lección sin sombra de pedantería, con un regusto final genuinamente feliz, y eso es lo que logra el autor de Proust Fiction, confirmando que entre los autores de su generación, a él hay que disfrutarlo.


Y el cielo era una bestia puede pasar por ser una novela de misterio, puesto que en ella hay un texto por descifrar, un secreto que resolver y algún asesinato que escanciar. Pero una vez terminada, se revela más bien como una novela de aventuras, o una novela que se precipita en la aventura, y que está vertebrada por un mapa del tesoro. Por lo demás, me alegró mucho poder descartar que la paranoia pynchoniana me haya abducido definitivamente como lector cuando el propio Cantavella, hacia el final del libro, confirma que el título de la novela es precisamente una cita de Thomas Pynchon; y es que algo vagamente lisérgico (pero insisto, nunca grueso) me había estado recordando en todo momento al universo del americano.

En cuanto a la trama, que queda sometida a una arquitectura limpísima, nos habla de un monótono profesor universitario en Hamburgo, Sigurd Mutt, cuya juventud enfebrecida como Zoólogo Furioso, especialista en criaturas imaginarias y seguidor del Naturalismo Oculto, tocará a su puerta de nuevo obligándole a pedir una excedencia (una forma ya suficientemente extrema de aventura para más de uno) y recalar en un sanatorio pirenaico que tiene su arriba (Vulturó) y su abajo (Vor). En el pueblo y en el balneario rondan una galería de personajes realmente notable (son encantadores el niño Ivan y el policía retirado Vicente Baeza, el Rubio), se extiende la sombra de un asesinato, y a Mutt le espera el enigma de un texto escrito por su primer amor y titulado Tras Columbkill.

Lo crea o no el lector, en Tras Columbkill, así como en Y el cielo era una bestia, conviven con amabilidad caballeresca monstruos como el del Lago Ness, las hazañas sacro­bélicas de un santo medieval celta y la vida de José Echegaray (aunque mezclada con la de Pérez Galdós y con lo que sea que Cantavella decida en cada momento); puestos a establecer conexiones audaces, admitamos que esta es la que más patidifusos nos ha dejado este año. Estilísticamente, la novela también goza de una diversidad peculiar: lo rústico suena a rústico, lo arcaico a arcaico, lo infantil a infantil. En la lengua de Cantavella, esos matices todavía existen. Nota curiosa: esta es (que yo recuerde) la segunda novela española de la temporada que habla de personajes a la caza de criaturas insólitas. La otra fue Voy, de Gabi Martínez. Una o dos más, y podremos animarnos a montar una teoría.

Por supuesto, Y el cielo era una bestia es también una novela que habla de la literatura, de la función y el sentido de la narración: que puede ser un timo con encanto, una gincana de caprichos entrópicos o un bestiario mágico; pero cuyo motor resulta ser el amor, y su consecuencia la reivindicación de una vida intensa, renacida, bestial. Todo esto, Robert Juan­Cantavella lo cuenta con gracia, que es un concepto más denso de lo que pueda parecer, y con la misma sensación epifánica que Jonás debió tener cuando fue expulsado por la ballena (que, por cierto, no era tal). O lo que es lo mismo: Y el cielo era una bestia me ha gustado mucho. 




Y el cielo era una bestia
Robert Juan-Cantavella
Anagrama, Barcelona, 2014